Se trata de una cápsula del tiempo en la primera persona sobre la vida en una isla extraviada en el océano.
Hace 40 años vivía en un mundo perdido entre las olas del mar, los vientos del sur, abrazados por los torrentes de la niebla. La vida cotidiana era templada, como el tiempo, ni demasiado caliente ni demasiado fría. Las horas se perdían en su vagar, no había tiempo determinado, dependía del despertar de la aurora y el canto del gallo y para dormir mirábamos el poner del sol que se escondía detrás de una línea dibujada en tonos de azul por el océano. Las noticias poco llegaban del continente a través de cartas que habían sido delectadas y que había que quemar, sin realmente haber cumplido su misión. El miedo no tenía fronteras, era más grande que la distancia que nos separaba de la capital del país.
Estábamos fingiendo que éramos gente, pero no pasamos de isleños que dependen de sí mismos para sobrevivir en una especie de gran roca flotante. La naturaleza y las estaciones eran nuestros aliados en esta lucha, pero la isla también requería sacrificios que eran impresos en forma de cruces blancas en los acantilados. Pobres almas que tropezaron en los barrancos de basalto camuflados por la mañana tardía en una jornada de arduo trabajo encaminando la preciada agua que podría matar la sed de las pequeñas cosechas. La tierra era fértil y luego era el medio de subsistencia de los hogares formados sólo de las madres, los niños pequeños y los viejos. Era un lugar casi desprovisto de hombres jóvenes, fuertes y capases. Los barcos eran los culpables, viajaban hacia un nuevo mundo con la promesa de la abundancia y la riqueza, con nuestros hombres que huían en busca de la quimera que le aportará más fortuna y menos privación. Pero, estoy harta de estos recuerdos susurrados. Pero, insisten, y recuerdo que la luz era escasa en el horizonte y trataba de terminar de bordar los paños para el ajuar de mi hija soñada, no conocía todavía el rostro de su padre, ni su nombre, sino que sabía, como lo sabía que mi madre yo iba a nacer y mi abuela presintió que iba a estar embarazada de una niña. Siempre había María en nuestra familia. Era necesario preparar todo antes de tu llegada, para que tu vida no fuera tan madrastra como lo fue para mí. Recuerdo que una vez por semana tenía que ir a la ciudad y en aquel tiempo tomaba un autobús que llevaba más de una hora en llegar. Costó dos escudos atesorado con mucho sacrificio. Era un viaje ondulante, hecho de curvas, contra-curvas y paradas en el camino para recoger a más gente que iba a Funchal en busca de sustento. A mitad de camino se adivinaba la sobrecarga. La máquina se resentía escupiendo humo negro y un olor a fuel-oíl que nos acompañaba hasta la salida. Llegamos a nuestro destino, había bolsas de telas, mucha confusión y cestas de mimbre llenas de frutas, verduras que se venderían en el mercado de los granjeros. Esperaba por mi turno entre empujones y gritos de impaciencia por mi orden y esperaba por mi paquete precioso con los paños bordados cuidadosamente, con excepción de los tuyos, eses los guardaba en un arca con pequeñas pelotas perfumadas para evitar que fueran comidas por la polilla. A cambio, el dinero de mi trabajo, aunque escaso, se utilizaba para comprar más tela, la harina y la levadura para el pan amasado que tu abuela se formaba en sus manos hábiles. Y el tiempo pasa, cuarenta años para ser exacta, después de que también se haya ido y haya regresado, todo cambió para mejor. La modernidad ha dejado su huella en los rincones de la isla. Pero los isleños, esos isleños, siguen perdidos en las brumas de la niebla, sin ser avistados en el continente lejano.