Su legado arquitectónico es su tesoro más fascinante, las casas son de escalas de grises, el xisto milenario, sostiene las intemperies de las montañas y al mismo tiempo que los hace únicos, con sus límites azules. Parece un pesebre de tamaño natural, es necesario caminar por sus estrechos callejones para capturar este pasado profundo en nuestra memoria y no necesitamos de mucha imaginación para hacer un viaje atrás en el tiempo hacia un tiempo perdido anterior a la lusitánica nación. Estos edificios son testigos mudos y orgullosos de una edad mayor, donde el tiempo se mantuvo sin cambios, sólo perceptible por el paso de las estaciones. La Iglesia Matriz de Nuestra Señora de la Concepción del siglo XVII, se asemeja al sur, con su fachada alba. Otro de los atractivos de la montaña son sus senderos de la Foz d'Égua y Chãs d'Égua, una ruta que no presenta grandes dificultades que pasa por medio de profundos valles y acantilados con vistas para la naturaleza salvaje salpicada de brezos y fochas y decorado por robles y castaños anchos. El silencio sólo es roto por el silbido del viento a través de las grietas de las rocas y las aguas que bajan corriendo en cascadas. Algunas de las casas abandonadas se cruzan en nuestro camino, una reminiscencia del antiguo pastoreo y en las clareras vemos las colmenas llenas de miel, que en la vuelta acallan el estómago barrados un pan recién horneado. Es el aire del monte, que además de despertar los sentidos, estimulan el apetito, alimentada por las muchas historias de lobos hambrientos y demonios disfrazados de animales que mantuvieron en suspenso la aldea por siglos, contados por la alegre y vivaz tía María de Piódão, claro.